Cotija, cuyo nombre completo
es Cotija de la Paz, es un pequeño poblado mexicano insigne entre los demás por
proveer con los mejores quesos a toda la Nación. Se halla en el Estado de
Michoacán y dista a poco más de 200 kilómetros de Morelia, la capital. Basta con sólo contemplarlo desde alguna de
las colinas que lo rodean, para darse cuenta de que este poblado aún está
anclado en los años de la Colonia.
Cotija |
Tejados anaranjados,
haciendas de otros siglos y un vasto valle colmado de robustas vacas marchando
sin reproches tras el capataz, todo esto en derredor de la Basílica de Nuestra
Señora del Pópolo, compone el panorama de Cotija. Allí un extranjero saltaría a
la vista con facilidad, pues los habitantes de aquella región –mexicanos como
ninguno- parecen extraídos de algún
cuento de Rulfo. Basta con decir de los niños que son réplicas a escala de sus
padres: botas tejanas, pantalones ceñidos, cinturones con grandes hebillas y,
desde luego, sombrero de charro.
Monseñor Rafael Guízar |
A un lado de la carretera
por la cual se llega al pueblo, una estatua de un anciano panzón, erigida sobre
un pedestal de concreto, da la bienvenida a los forasteros que arriban a
Cotija. El nombre del anciano, según una placa de mármol negro incrustada en el
pedestal, es Rafael Guízar y Valencia, uno de los 32 mexicanos inscritos en el
santoral. En comparación con Colombia, que sólo cuenta con una santa, y con
Venezuela que no tiene ninguno, 32 santos son una multitud; haría falta uno más
para conformar tres equipos de fútbol.
La devoción mexicana, tan a
menudo llevada al fetichismo, se manifiesta hasta en la arquitectura, pues es
cosa muy habitual encontrar en las fachadas de algunas casas cotijenses el
rostro, esculpido en yeso, de Don Rafael Guízar. Del mismo modo, lecherías, almacenes,
taquerías y hasta las cantinas más ruidosas llevan el nombre de tan venerable
personaje.
En un costado del pueblo,
junto a una pequeña colina que los habitantes llaman el Cerrito Calabazo, está
el Panteón Municipal. Se compone de dos hectáreas abarrotadas, donde quiera la
vista posarse, de tumbas de los cotijenses de años y de siglos atrás. Echando
un vistazo alrededor, y contemplando la suntuosidad de algunos mausoleos, se
tiene la sensación -casi la certeza- de que en este rincón de Michoacán son los
muertos quienes gobiernan a los vivos.
Algunos fueron ricos
propietarios de haciendas y lecherías, cuyas vidas fueron demasiado cortas para
despilfarrar todo el dinero atesorado; otros fueron ciudadanos ilustres, así como
gobernadores del estado, médicos célebres, músicos afeminados, furiosos
sindicalistas y un puñado de poetas olvidados; algunos otros, los llamados a la
aventura y al peligro, fueron líderes de guerras y fanáticos revolucionarios,
zapatistas, villistas, maderistas y cristeros. Los demás difuntos fueron cotijenses
sin virtudes ni fortuna: olvidados entre los olvidados, cadáveres infelices custodiados
por una flor reseca por el sol.
En todo aquel lugar, en
donde hasta el aire parece muerto, no hay un solo centímetro cuadrado que no
esté cubierto del polvo amarillento que el viento levanta del suelo. A
excepción de alguna rosa artificial, todo en este cementerio, desde las tumbas
de nadie hasta los monumentos mortuorios más alucinantes, está desprovisto de color.
Hasta los fantasmas más escalofriantes y las ánimas en pena más traviesas
parecen haber fallecido: lo más aterrador de aquel sitio es el aburrimiento.
Panteón municipal de Cotija |
El único lugar del Panteón
donde la alegría de la naturaleza aún reverdece, donde las ardillas quieren
anidar y donde el césped imita la suavidad de una alfombra, es un jardín que
rodea una acogedora e impecable capilla, bajo cuyo altar mayor se halla el
cuerpo de un hombre con cuatro nombres, con cuatro vidas y que murió cuatro veces
antes de ser sepultado.
En vida muchos le conocieron
como Jaime Alberto González, un adinerado comerciante; otros, como José Rivas,
un empresario petrolero; su mujer y su hija lo llamaban Raúl Rivas, un agente
encubierto de la CIA; pero el mundo entero siempre supo de él por su verdadero
nombre: Marcial Maciel Degollado.
Tumba de Marcial Maciel |
Haría falta tener más de doscientos
años para vivir todas las vidas que este hombre vivió: fundador de la orden
religiosa católica los Legionarios de Cristo, hombre influyente en la Curia
romana, acusado de abuso sexual por varios de sus seminaristas, amigo personal
de Juan Pablo II, padre de varios hijos de los cuales también abusó, seductor
de señoritas adineradas, mitómano y falsificador, sodomita consagrado a los
placeres prohibidos y como si lo anterior no fuera ya suficiente, aún le
quedaba tiempo de drogarse.